De regreso a sus orígenes
Casi con la precisión de un reloj
suizo, todas las madrugadas a eso de las 4:30 am, Octavio Ramírez, previo a
levantarse, enciende la estropeada lámpara que permanece junto a su catre y con
el brillo de la luz, sin saberlo, corta abruptamente no solamente la oscuridad
que cubre la habitación a esa hora sino también en los exteriores de su casa,
pues, a través de un sinnúmero de hendijas apostadas en las paredes de madera
de la vieja vivienda como muestra fehaciente de la más ofensiva pobreza, la luz
se filtra hacia afuera, contrastando con esa intensa negrura y silencio
ensordecedor del campo.
A pesar de ser un hombre
septuagenario, Don Octavio, como lo llaman sus vecinos, no ha perdido la
costumbre de todo campesino del lugar de levantarse temprano, consciente de las
tareas pendientes de realizar, aunque para él ahora no son -la verdad- ya
muchas y, sobre todo, por esa creencia popular que lleva a colocar a los
madrugadores del lado de dios y de sus bendiciones.
El destino determinó que este
hombre de rostro mustio y manos encallecidas por el duro trabajo que supone
labrar día tras día la tierra, se quede solo. Su mujer, María Rosa, hace
algunos años, murió afectada por una enfermedad desconocida, pues el médico
rural del centro de salud más cercano al que siempre acudía en busca de atenuar
sus crecientes sufrimientos, nunca supo determinar que le pasaba. Tampoco es
que disponía el galeno de equipos, instrumental o de medicinas para ayudarla.
Esa es la cruda realidad del sector rural. Lo cierto es que poco a poco María
Rosa se fue consumiendo y un día, ya sin fuerzas, fue incapaz de levantarse de
su cama. Una tarde, y en medio de una torrencial lluvia, la compañera de vida
de Octavio cerró los ojos para siempre. No hubo tiempo para despedidas y
abrazos eternos. Se fue casi a escondidas como para no causar más dolor.
Desde ese momento, Octavio se
volvió más introvertido y hasta ermitaño. Dedicando su vida entera a cultivar
su parcela de tierra que le proporciona los alimentos que necesita, lo cual
complementa, como forma de subsistencia, con la paupérrima ayuda económica que
recibe del estado en su calidad de adulto mayor que requiere -aunque sea en el
discurso de los políticos- de atención prioritaria.
Yo lo puedo observar, desde el
otro lado de la propiedad, cumplir todos los días con su rutina. Ahí está,
desde muy temprano, la pesada figura de Octavio, entregado a sembrar y cosechar
en su propiedad. A veces, con el azadón, da la impresión que rompiera la tierra
con más fuerza, como una muestra violenta de inconformidad y hasta de fastidio con
la vida.
Al final de cada tarde, como una
forma de ritual u obsesión, Octavio se sienta en un tronco, junto a la puerta
principal de su casa, que cumple la función de una banca y desde ahí contempla
extasiado la huerta y el verde pastizal que la rodea. Son momentos en que no pronuncia una sílaba,
pero por la sonrisa que se dibuja en su rostro, hay un diálogo interior en el
que seguramente participa aún María Rosa. De vez en cuando el silbido del
viento o el cantar de los gorriones lo devuelve a la realidad y sus ojos se
humedecen en medio de recuerdos y añoranzas.
De un tiempo a esta parte las
fuertes manos de Octavio, curtidas por el trabajo de tantos años y el sol
inclemente de la serranía, ahora no pueden permanecer quietas. Han adquirido un
temblor que no se detiene con nada. El médico del dispensario le dijo que se trata
de una enfermedad llamada Parkinson y que afecta el control del movimiento. En
esta deplorable condición, toda actividad por simple que parezca, como tomar un
vaso con agua o colocarse las botas de caucho, se convierte en un gran desafío…
En las madrugadas, a las 4:30 am,
cuando el hombre se levanta y abre la puerta de casa para observar el horizonte
aún en penumbras, no solo absorbe bocanadas de aire puro que le prodiga la
montaña, sino también ahora le acompaña un ruido incesante producido por el
balanceo de las oxidadas argollas clavadas en la puerta y que se mueven al
ritmo que lo hace la mano de Octavio mientras ésta permanece apoyada en el
portón principal.
Pero las angustias del campesino
no terminan ahí. Ayer vino un funcionario del Ayuntamiento, acompañado de un
ingeniero civil, para explicarle de la existencia de un proyecto con el que se
pretende construir una nueva vía que atraviesa justamente la propiedad de Ramírez.
Le hablaron de declaratoria de utilidad pública y la necesidad de abandonar el
lugar.
Octavio a pesar que poco entendía
de leyes le quedó claro que debía dejar su propiedad y reubicarse en otro
sitio. A lo único que atinó frente a los burócratas es a bajar la mirada,
respirar hondo e ingresar a paso lento a su casa, casi como un acto reflejo de
supervivencia. Horas después lo vi al viejo en la huerta con el azadón, tratando
-sin suerte- de remover con furia la tierra.
Hace unos días llegaron a las
inmediaciones del lugar algunas volquetas y otra maquinaria. A lo lejos el
anciano vio como la pala dentada de uno de los tractores, de manera desafiante
apuntaba en dirección a su casa. Sus ojos se enlagunaron y un fuerte dolor en
el pecho le obligó a llevar su mano derecha al corazón. Y ahí mismo, en medio
de la huerta, se desplomó fulminado por un ataque cardíaco.
El rostro de Octavio que estaba
contra la tierra, no obstante, se lo observaba en completa paz. Finalmente,
estaba junto a María Rosa. De otro lado, la maquinaria no paraba de trabajar y
levantaba una polvareda que lo cubría todo.
Solamente la montaña y el bosque de eucaliptos permanecían como mudos testigos del regreso de Octavio a sus orígenes, mientras el mundo sigue girando indiferente.
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