BISAGRA LEGISLATIVA


Una de las acepciones que ofrece la Real Academia Española sobre el término ‘parlamentar’ refiere a “entablar conversaciones con la parte contraria para intentar ajustar la paz, una rendición, un contrato o para zanjar cualquier diferencia”, es decir, el parlamentario, desde el Congreso o Asamblea, que es la más alta tribuna que le ofrece el pueblo a sus representantes, defiende pensamientos o principios desde su orilla ideológica, así como debate iniciativas que le interesan a la ciudadanía.

En resumen, en un asambleísta o legislador tipo destaca su inclinación al uso de la palabra para discutir, razonar y analizar -con autonomía y lógica- los diversos temas que afectan a la comunidad, entendiendo que esa alta función pública debe responder al interés nacional.

Lamentablemente, la aviesa práctica parlamentaria ecuatoriana reprodujo antes que el modelo ideal del legislador chapado a la antigua, los vicios y deformaciones de la llamada partidocracia, es decir, ese estado de metástasis de la política en la que el diputado ya no responde a sus mandantes sino al hombre del maletín o a los carajazos del Mesías o dueño del partido político que defiende intereses personales o de grupos de poder. En ese escenario, el legislador pierde su libertad para decidir y actuar con independencia, degradándose a la condición de mercancía a la cual se le asigna un precio o tarifa por sus servicios.

Precisamente, uno de los mayores retos y compromisos de la revolución ciudadana fue enterrar a la partidocracia y a sus retorcidas manifestaciones, inaugurando una renovada etapa donde la ética política ilumine el accionar de los mandatarios.

Empero, cuando han transcurrido ya algunos años de aplicación del llamado socialismo del siglo XXI, las expectativas ciudadanas respecto a los políticos de la nueva era, comienzan a desvanecerse en tanto una despreciable partidocracia reencauchada se presenta de manera atrevida y audaz en el fangoso terreno de la política doméstica.

En efecto, la actual Asamblea Nacional muy poco difiere de los anteriores Congresos, en tanto la población desconfía y desaprueba su trabajo desarrollado. En uno y otro caso se habla del hombre del maletín; de los diputados de alquiler; del parlamentario tipo bisagra cuyo cotizado voto, presencia o silencio, abre o cierra la posibilidad de legislar o fiscalizar.

Ayer como ahora, por ejemplo, se apela a subterfugios sobre los plazos legislativos para la aprobación o negación de tal o cual proyecto. En unos casos, como las leyes de Aguas, Comunicación, Educación Superior, etc., no importa lo que diga la primera disposición transitoria de la Constitución; en otros, en cambio se rasgan las vestiduras ante los plazos impuestos por normas secundarias, esto a propósito del singular tratamiento otorgado a la Ley de Hidrocarburos, en la que los parlamentarios de gobierno paradójica e irresponsablemente renunciaron a debatir, ratificando con ello que aún no han alcanzado su mayoría de edad.

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